jueves, 22 de diciembre de 2011



Esa inexplicable y repentina inspiración que viene cuando entras al trance lavando platos.

Me estaba preguntando si desde pequeña he sido un bicho raro.

Una vez vino mi abuelita a mi casa en navidad, y preguntó “qué me había traído el Niño Jesús”. Yo, con mi figura regordeta, una jumper y unas coletas que me hacían ver la cara aún más redonda, ladeé la cabeza confundida. Luego de un rato de pensarme dirigí hacia el pesebre de la esquina, diciendo “El niño Jesús está ahí, mi mamá me regaló una muñeca”. Con una cara como: ü
Mi abuela: wtf. 

Siempre fue así; en preescolar las niñas no jugaban conmigo ni me dirigían la palabra más que para criticarme. Debo admitir que a la yo de cinco (¿o seis?) años le dolía muchísimo eso. Que le cerraran la puerta del baño en la cara, que la empujaran al pasar o que le arrojaran cosas cuando se subía a su árbol favorito. Que rompieran sus dibujos de casitas de cien pisos. Y, lo peor; que al momento de defenderse, de querer golpear a alguien, las mocosas esas salieran corriendo a llorarle a la profesora Maryuri diciendo que yo les estaba buscando problemas, que me castigaran, que me llevaran a una esquina de espaldas al grupo, el cual se reía de mí cada vez que la profesora iba al baño. Recuerdo que una vez casi me pierdo porque salí corriendo cuando una de las niñas cogió un globo, lo llenó de pintura y me lo estrelló en la cara. Eran carnavales. –Por cierto, esa niña estudia conmigo ahora y es una completa imbécil-.

Recuerdo que me escondía bajo las mesas del salón para no participar en las actividades en grupo.
Todo lo que quería era que alguien –que no fuese mi madre- me abrazara y me dijera “no eres un mounstro”. Porque eso era lo que pensaba, que era un mounstro, porque no se me ocurría ninguna otra explicación para el rechazo tan cruel que me profesaban en ese entonces. Todo apuntaba; la gente me tenía repulsión, era diferente e incluso mis ojos eran demasiado grandes para mi cara. Trataba de creérmelo aún cuando entré a primer grado.

No soy un mounstro, no soy un mounstro, no soy un mounstro.

Pero siendo nueva la escuela, el rechazo era aún peor. Congenié con un par de varones. Aw, los varones. Siempre me llevé mejor con ellos, hasta el punto de que me prohibieron usar faldas en primaria porque corría y brincaba mucho para jugar al escondite, un comportamiento que, además de no ser “digno de una señorita”, era poco apropiado para realizarse con las piernas al aire.

Esos primeros tres años fueron algo más pasables, incluso aunque mis padres se divorciaron y los maestros me miraban con lástima.
Crecí, me trasquilé el cabello con una tijera, perdí los rulos…
No recuerdo en qué momento fue, en cuarto grado, cuando tenía nueve o diez años, que me creí lo que llevaba tanto tiempo repitiéndome.

No soy un mounstro, solo soy diferente y eso está bien.

De pequeña le tenía miedo a la gente, le tenía pánico al rechazo y a que me gritaran. Quería amigos, quería que me dejaran de ver tan mal. Pero a pesar de todo, jamás cambié mi manera de pensar para encajar, es algo que me parece lindo de mi misma. Aún la gente no me agrada mucho, por cierto.
De hecho la detesto, pero eso es otra historia.
Ahora soy feliz, ahora lo que ellos me digan no me importa.
Aún las niñas no me hablan, aún prefiero andar con varones, aún nadie trata de acercarse a mí, aún me llaman fenómeno y a veces incluso vuelven a arrojarme cosas. Como en kinder.
Pero ya no habrá más niña regordeta y llorona. Las lágrimas no resuelven nada.
& La gente... no lo vale. (:
No me importan, yay.

Hoy, los humanos me dan más asco que nunca. 
La puta gente es tan cruel cuando se lo propone. 
Gracias, en serio...

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